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tambo holando argentino

 

Dolf Slagter es holandés y es la quinta generación de tamberos. Hace seis años vive en Vedia, una zona que a manos de la soja está dejando de ser tambera. Allí armó con su mujer un tambo modelo que, dicen, tiene la mejor leche del partido de Leandro N. Alem. Pasó por sequías, bajos precios y una reciente inundación, pero no se rinde. Y produce leche de alta calidad.

 

Dice que su historia no tiene nada de raro: un tipo que nació entre vacas sale de la zona rural, a 40 kilómetros de Amsterdan, en Holanda, estudia lechería en la universidad, viaja para perfeccionar la técnica a Columbus, Ohio, Estados Unidos. Allá arma un tambo estabulado con 700 vacas, lo pone al tope de la producción, en calidad y cantidad de leche. Pero algo le cambia los planes: se llama Mariana, nació en un pueblito llamado Vedia, a 300 kilómetros de la capital Argentina. Los une la pasión por la lechería primero y el amor después, que consolidan a fines de 2001, cuando el país ardía al fuego de la crisis.

 

Entonces arranca la historia de Dolf en la Argentina. «Cuando llegué me asombré por la cantidad de espacios que vi acá, con los campos y dije: éste es el mejor lugar del mundo para hacer leche.´», dice. Pero espere querido lector que las de Dolf no son las fáciles: el padre de Mariana les dejó el campo, pero menos de las mitad de las vacas estaban productivas. Entonces Dolf se acordó de su padre y su abuelo, tamberos de ley que sólo saben mirar para adelante y llenó el silo, pero lo vio inclinarse como la torre de Pisa y lo sintió precipitarse sobre el techo del tambo. Se unieron otra vez, putearon claro, en holandés y en castellano, pero siguieron.

 

Compraron 120 vacas y las pusieron en 60 hectáreas. Pero una seca primero, un año bueno que les dio respiro y una inundación los volvió a golpear: perdieron toda la alfalfa y el maíz. Achicaron el plantel a 80 vacas.

 

En 2008 Dolf sintió en la piel la injusticia del mercado primario argentino. Durante el conflicto por la Resolución 125 le bajaron el precio de la leche 10 centavos por litro, cuando les vendían leche a La Serenísima. «En Holanda la leche vale el doble en la góndola del supermercado en relación a lo que se le paga al tambero, lo mismo que en Estados Unidos, Uruguay y Chile. Acá la leche cuesta cuatro veces más», se queja. Pero lo hace sin odio, acaso no comprendiendo el trasfondo. «La producción no tiene lógica acá: cuando la leche en polvo era carísima en todo el mundo, acá nos pagaban 0,80 centavos por litro en tranquera. Cuando el precio de la leche caía, cobrábamos 0,85 centavos por litro. No entiendo», dice. Y se ríe.

 

 

Hoy, mientras se recuperan de la inundación aplicando fertilizantes en algunas partes y esperando los primeros brotes en otras zonas del terreno, producen leche con 100 vacas en 60 hectáreas y las venden a Quesos La Adrianita, que «paga bien y en término», dice Dolf. En esta época de baja producción en cantidad de leche -Dolf no resigna calidad en ninguna época del año- el rinde es de 20 litros por vaca por día, con los animales comiendo 8 kilos de alimento diarios. A las vacas grandes las suplementa (avena, sorgo) y combina eso con la pastura implantada (rasigrass).

 

Tambo que me hiciste bien

 

La tarde cae perezosa y el sol tiende luces desde el horizonte: líneas intermitentes del sol que no se quiere ir y destellos naranjas del sol que se va. Hace frío en Vedia. Dolf propone, antes de llevarnos a “la guachera” para hacer las fotos, tomar un café en la estación de servicio del pueblo.

 

“Aprendí de mi viejo, pero se aprende de todo. Todo tiene su desafío”, sentencia el hombre. “No quiero ser un sojero, tengo que hacer algo”, dice cuando uno se pregunta por qué hace leche cuando el paradigma nacional y regional empuja a la producción hacia el poroto milagroso de la soja.

 

“¿Qué tiene la leche que producís vos que no tiene otra?”, se le pregunta. Dolf estalla en una risa sonora y mueve las manos vigorosas que aprieta fuerte cuando saluda. “¿Qué tiene?”. “Chocolate”, bromea Mariana, a las risas. “No se qué tiene porque no sé lo que hacen los otros. Lo único que sé es que es la nuestra es de buena calidad, que se da por ciertos parámetros: la limpieza de la maquinaria (se pueden llegar hasta 50.000 unidades de colonia), por ejemplo. También cuenta la sanidad de los animales. Todo es un conjunto, pero sin las vacas están sanas, la leche tiene que ser buena. El tema es que es muy complicado por el medio ambiente, que es tan variable. Es complejo mantener, con calor, barro, sequía e inundación, un cierto calidad de leche”. “El análisis de la leche te dice cómo está tu tambo”, cierra Mariana.

 

Ellos se asombran con el ojo del veterinario: un tipo capaz de reconocer una vaca en celo desde 200 metros, sabe si está bien de acuerdo a cómo camina y que puede determinar qué vaca es sin mirar la caravana. “Tiene un ojito para eso. Tenemos suerte de tenerlo a él”, reconoce Dolf.

 

El hombre que llegó a la Argentina siendo la quinta generación de los tamberos de su familia no se imaginó tantos vaivenes, no creyó que iría a analizar la coyuntura de precios de forma tan lógica que debía cambiarla por la frase “es así”. Ni se imaginó la sequía, el silo roto, la inundación. Hoy, con tres hijos, no deja de ser un hombre joven que tiene sobre sí la historia tambera de dos familias: la suya y la de Mariana, también hija de tamberos.

 

Desde ese lugar se le pide un consejo, pero el hombre es humilde, le cuesta decir qué debe tener un buen tambero. Elige una cualidad: “Un buen tambero se tiene que tomar su tiempo. No tiene que trabajar contra el reloj. A veces hay que limpiar las tetas dos o tres veces porque están llenas de barro. Y hay que reconocer vacas si no caminan bien, si no dan tanta leche como otras y ver por qué pasa eso. Pero tiene que trabajar sin apuro”. Así anda Dolf, sin prisa, pero también sin pausa, como el viento, que empuja hasta cuando calla.

 

Revista El Federal

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